Leo, por muy raro que le pareciera a la gente, sí sabía lo que quería. Leo parecía una chica perdida, que no sabe lo que quiere, que va probando y probando hasta que encuentre lo que quiere. Pero Leo, en realidad, no era así. Lo cierto es que ella tenía las cosas muy claras. Ella tenía muy seguro qué es lo que podría hacerla feliz.
Leo sabía que ella quería ser la Michael Alig de su ciudad, que no quería ser una chica como recién bajada del autobús, aunque lo fue durante toda su vida. No quería ser una persona "normal" y eso cavaría su propia tumba. Leo sabía que podría hacerlo, se veía completamente capaz de revolucionar el mundo, el pequeño mundo de su ciudad.
Pero Leo tenía un plan B, una segunda opción igual o más válida que la anterior. A veces Leo sentía que lo único que le hacía verdadera falta, aquello que de verdad era necesario era volverse a enamorar. Era volver a sentir ese amor que duele, que mata, que hace que pierdas la cabeza, ese amor que no te deja ni respirar, que no te deja vivir y que no hace otra cosa más que dolerte. Ese amor con el que sufres. Leo sentía que era completamente necesario volverse a enamorar y sufrir con ello. Y sabía las condiciones en las que quería enamorarse. Ella tenía claro que lo único que le haría feliz sería enamorarse de un hombre unos diez años mayor que ella, un hombre que le enseñara verdaderamente cuáles son los secretos de la vida, cuál es la mecánica del mundo. Alguien que un día fuera a recogerla allá donde estuviera con macarons de fresa y una botella de champán, que le cogiera de la cara con las dos manos, la mirara a los ojos y le dijera "vayámonos de aquí, vayámonos lejos y dejemos todo atrás". Ella sabía que aceptaría, que los dos huirían y que al fin obtendría la vida que siempre había deseado.

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