Leo siempre ha sido una chica muy imaginativa. Coge un poco de aquí, un poco de allí, de cosas que le inspiran, de relatos de la realidad, de la ficción, de letras de canciones, porciones de películas donde aparecen chicas adolescentes (eso es imprescindible), verdades, mentiras, miedos y felicidades. Todo eso lo coge, lo mete en su cabeza e idea historias que jamás cuenta a nadie excepto a mí. 
Leo coge los largos trayectos de Dolores en el coche de Humbert y los mezcla con las instantáneas de las vacaciones que las hermanas Lisbon tuvieron con esos chicos poco antes de haber muerto. Leo viaja con su Humbert trayectos infinitos a ninguna parte, hacia el frente, hacia la vida. Apoya los pies en el salpicadero de los viajes de las margaritas en el pelo, el salpicadero de las fotos quemadas por el sol, el salpicadero de las piruletas, de los discos de David Bowie y de las canciones de Elton John. Humbert la mira como ausente. La mira con los ojos de alguien que solo se presenta en ensoñaciones, en cuentos de brujas y en largas noches de hastío y de pereza. Fotogramas muertos a través de las ventanillas donde el brillo del pelo de Leo causado por el Sol no puede sino ser la señal de que todo aquello nunca ha tenido lugar en alguna parte de una carretara perdida entre las montañas.
Nuestra pequeña Leo no sería capaz de vivir ni de dormir por las noches sin esas historias que se van entretejiendo unas con otras en su cabeza y que, con el paso de los años, han dado forma a la historia de una vida, la suya propia, que quizá no resulte tan verdadera como parece.

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