Leo ha aprendido muchas cosas de todos y cada uno de sus amores. De ese amor adolescente que se quiere con locura y con más bien poca lógica, aprendió a ser paciente y desinteresada, a darlo todo sin recibir nada a cambio, a esperar a que las cosas sucedan, aunque no sucedan nunca.
De su primer amor verdadero, del primer hombre de su vida aprendió que lo que de verdad importa en esta vida son las historias que se cuentan, que se van ganando poco a poco, viviéndolas, para luego poder contarlas al llegar al cielo, ese lugar al que solamente van las personas interesantes a contar sus interesantes vidas alrededor de una mesa donde comen en abundancia y beben vino tinto.
De su novia de la universidad aprendió lo importante que es tener una familia que te quiere además de aprender a diferenciar los diferentes tipos de lesbiana. Habilidad que fue perdiendo con el tiempo a medida que se perdía ese interés de juventud por las mujeres.
De aquella locura de una noche aprendió cómo saber que el aceite está lo suficientemente caliente mojando los dedos en el agua que se queda retenida en la boca del grifo, sin llegar a abirlo y echándolo con la punta de los dedos sobre la sartén.
Del padre de sus hijas aprendió a fingir que entendía de música, las palabras y conceptos claves para poder mantener una conversación interesante al respecto sin parecer una cateta. Pero, además de eso, aprendió lo mucho que ganan las pizzas cuando les echas pimiento y cebolla.
Pero de su último amor aprendió lo más valioso de todo, aprendió algo que le cambió la vida para siempre. De su último amor aprendió a echarle orégano a las ensaladas.

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