Leo se encontraba atrapada en una sensación. Hacía tanto tiempo que no sentía algo así que el hecho de volver a tenerlo la dejó capturada puede que para el resto de su vida. No sabemos si fue a causa del alcohol que estaba bebiendo, de la marihuana que había fumado o de la música que escuchaba, pero el hecho es que Leo sintió una fuerza en su interior que tenía olvidada por completo.
Todo ocurrió una noche como otra cualquiera; en un bar como otro cualquiera; con sus amigos, que no éramos "cualquiera". Leo bailaba absorta en sus ideas, pensando en esa persona que nunca jamás se fijaría en ella, imaginando situaciones imposibles en las que ella y él estaban juntos, y puede que incluso retozaban salvajemente en su imaginación. O puede que retozaran de manera dulce y tierna, solo lo sabe ella. De repente, un escalofrío recorrió toda su espalda, comenzó en el cuello y acabó en la punta de sus dedos. Una descarga eléctrica se apoderó de Leo, quien se abandonó al más primitivo de los instintos. Leo dejó que esa sensación la emborrachara aun más, que se apoderara de ella, que la poseyera por unos instantes que fueron infinitos. Leo se mareó al sentir la mano de él, que ligera y segura, ágil y veloz, casi imperceptible, se había posado en su cuello, rozando levemente su pelo y haciendo que Leo ya no supiera quién era, dónde estaba, ni a qué había venido. Estuvo a punto de desplomarse en el suelo cautivada por la pasión, por recordar qué era eso de sentir un cuerpo caliente latiendo junto al suyo.
Ella sintió cómo su ropa caía de su cuerpo, cómo éste, desnudo, era completamente ajeno, cómo el vello se le erizaba como hacía años, cómo su piel se fundía con la de un cuerpo que no era el suyo y que ahora compartía algo con ella. Leo cerró los ojos y prolongó ese roce durante horas. En trance, recreaba esa caricia una y otra vez. A él lo miraba atónita, sin creer que ese sentimiento pudiera ser recíproco, sin creer en lo que había pasado. Leo no podía creer que en un momento, en una décima de segundo, sus mentes se sincronizaran, pensaran la una en el cuerpo del otro, y el otro en el cuello de una. No daba crédito a que esa mano buscadora la hubiera encontrado y la hubiera capturado por unos segundos que eran meses. Sus ojos pesaban, sus hombros pesaban, sus rodillas pesaban. Su mente daba vueltas en la maraña que se había creado en su cabeza.
Incapaz de articular palabra, Leo se centraba en mirar, en desear, en pedir a Dios que esa caricia se repitiera, que por favor, no podía dejarla así, creyendo que todo había sido un sueño, que nada había ocurrido. Que no era posible. Él volvió a acercarse y volvió a tocarla, mirándole a los ojos, suspirando, consciente de que estaba haciéndonos perder a Leo, a sabiendas que Leo lo necesitaba.

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