Leo no prestó mucha atención a Lucas cuando lo conoció. Sin embargo, desde la primera vez que lo vio le resultó muy familiar. Algo así como si lo conociera de toda la vida. La típica persona que estás harta de cruzarte por la calle, en el parque o a la salida del colegio cuando eres pequeña; comprando chucherías o jugando en los recreativos cuando eres casi adolescente, comprando bebida en el supermercado cuando eres un poco mayor o bebiendo chupitos de tequila en la barra de algún bar típico toledano, la típica persona que estás harta de ver pero cuyo nombre ni siquiera conoces.
Pronto Leo y Lucas empezaron a coincidir en algunos sitios y empezaron a hablar. Y aunque en un principio Lucas no causó ningún tipo de reacción en Leo, ella se sorprendió haciéndose una pregunta: ¿Qué pasaría si ahora, de repente, Lucas y yo nos enamoráramos?
Ese fue el principio del fin. Solo una pregunta a sí misma le fue suficiente para empezar a obsesionarse con él. Leo paseaba por la calle ideando romances, imaginando cómo Lucas un día le diría que está enamorado de ella, cómo todo el mundo se sorprendía al conocer que Lucas y Leo estaban juntos. Ella se pasaba las horas muertas pensando en cómo sería besarlo, cómo sería agarrarlo de la mano, cómo sería ir con él de viaje a Berlín o, mejor, cómo sería viajar con él a Japón. Se iba a la cama imaginándose bailando junto a él en bares, esperando con él largas colas para entrar en los conciertos, se imaginaba las cenas familiares de Navidad y de cumpleaños. Leo empezó a enamorarse de Lucas sin mesura.
Una simple pregunta, inocente, encontró respuesta en la mente de Leo y fue suficiente para que, de la nada, saliera un sentimiento más que profundo a la vez que inexplicable por Lucas.

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